Junto a Francis y Alesto acordamos reunirnos para libar unos tragos. Nuestra extrema pobreza…

Junto a Francis y Alesto acordamos reunirnos para libar unos tragos. Nuestra extrema pobreza solo nos permitía consumir cañazos baratos y refrescos con alcohol. Decidimos encontrarnos en el cementerio. Nos parecía emocionante y tenebroso beber sobre la tumba de un noble mundano, cuyo sepulcro se encontraba muy descuidado. Tuve la certeza que los familiares se olvidaron rápido del difunto, quien descansaba debajo de nosotros. Varias veces escuché decir a mi madre que deberíamos aprovechar al máximo a nuestros seres más queridos mientras los tenemos en vida, porque muertos ni el mejor nicho, ni los más bellos y caros arreglos florales sirven de nada.
Sofocados por el alcohol, la conversación se tornó más abierta. Un sonido chirriante rompió el silente encanto del lugar y llamó la atención de todos. Gradualmente el sonido se hacía mucho más intenso incomodando nuestro placentero diálogo. Así es que decidimos buscar al insecto, que creíamos era el causante de la resonancia; sin embargo, pese a fracasar en el intento, al rato el ruido se logró disipar. Ebrios por el licor barato, empezamos a relatar historias de terror. Escuché la historia del achique, del muki, de la ninamula y otros seres míticos. El miedo se apoderaba más de nosotros empezando a desbordar nuestro sano juicio. La temperatura disminuía y los cabellos se nos erizaban.

Mientras Alesto contaba la historia del Pishtaco —aquel ser maligno y solitario que atacaba a hombres y mujeres que caminaban solitariamente por las calles a muy altas horas de la noche, degollándolos, cortándolos en pedazos, en algunos casos enterrándolos vivos por ser delgados, comercializando la grasa destilada de sus víctimas y alimentándose de la carne humana para saciar su enfermo apetito—, él pegó un grito que asustó a todos. Se ocultó detrás de la tumba, mudo y tembloroso señaló hacia el campo de sembríos. Por nuestra parte, Francis y yo pensamos que era una broma y solo intentaba asustarnos, pero cuando fijamos la mirada hacia donde Alesto señalaba, de un brinco ambos nos ocultamos junto a él. Mientras la luna llena se asomaba desde las montañas, simultáneamente de la negrura salió la silueta de un desconocido. Una figura alta y corpulenta se acercaba hacia nosotros. Antes de salir despavoridos, con voz gruesa nos preguntó:
—¿Qué hacen perturbando la tranquilidad de los muertos a estas altas horas de la noche?
—Sólo nos reuníamos para compartir algunas historias—respondió Francis con voz temblorosa.
El hombre de rostro alargado, que vestía un sombrero cowboy, saco marrón y botas de cuero, avanzó hacia nosotros y se percató de las botellas de alcohol. Era fuerte el hedor a licor que emanaba el lugar.
— ¿Les gustaría escuchar verdaderas historias? —preguntó el extraño individuo.
—Sí —respondimos al unísono.
—Señor, disculpe. ¿Quién es usted? —interrumpió Francis.
—Soy el guardián del cementerio —contestó el misterioso hombre.
La imponente luna llena lucía como fiel acompañante melancólica. Era la ideal cómplice de aquella noche tenebrosa. Nos agrupamos junto al desconocido hombre, quien con una voz penetrante inició su relato:
Décadas atrás, un hombre osado y ambicioso del pueblo de Yungay se atrevió a profanar la tumba de un morador, que en vida había poseído exorbitantes cantidades de dinero. El hombre de gran poder económico fue enterrado con las joyas y objetos más apreciados para él. El sepelio se desarrolló al compás de bombos y platillos, fue una grandiosa celebración, tal vez la envidia de muchos o la alegría de otros, fue todo un jolgorio en lugar de un funeral. Su cadáver estrenaba ropas finas, pues algunos decía que tenía todo listo para el día que llegase su muerte. Los moradores lo conocían como “El Pirata” porque tenía un parche que le cubría el ojo derecho, pese a ello era un hombre apuesto y elegante, siempre se le descubría rodeado de hermosas y jovencitas mujeres. Los pobladores comentaban que había mantenido pacto con los Dioses de la oscuridad y por ello perdió uno de sus ojos.

EL COFRE DE ROTSÚ

El profanador Rosh Houkins se emocionó con sus nuevas pertenencias saqueadas. El dichoso profanador de tumbas, dentro de las pertenencias saqueadas, adicionalmente encontró un pequeño y pesado cofre de oro con unas raras inscripciones sin sentido alguno para el improvisado ladrón. Cuando intentó abrirlo, se dio con la sorpresa que no tenía ningún tipo de cerrojo. Pesaba mucho y no tenía nada más que un pequeño orificio circular. Cuando Rosh curiosamente dio un vistazo sobre la pequeña abertura, en segundos sufrió visiones apocalípticas, observó cómo una legión de fantasmas y espectros se desplazaban sobre un envolvente polvo negruzco destrozando todo a su paso. Asustado despertó de aquel diminuto trance, dejando caer el pesado cofre. Su curiosidad por conocer el contenido de aquel cofre aumentó e intentó abrirlo de mil formas: lanzándolo al piso, utilizando palas, combas y martillos; pero falló en su misión.
Tras vanos intentos, decidió llevar el cofre a un viejo invidente, que usaba un torcido bastón de madera muy bien pulida. Aquel anciano vivía en las cavernas de Chancos, donde la negrura, el espanto, las velas tenues, el cráneo de algún ser no humano adornaba la mesa de aquel lugar. Además vestía una larga túnica oscura que rosaba el piso. Era ciego, pero su apariencia y comportamiento eran como los de cualquier persona vidente. Le era fácil identificar a las personas por el sonido de las pisadas. Según decía, cada persona tiene un paso distinto y único. Sumergido en grandes misterios ocultos del mundo, conocía mucho acerca de tesoros y artilugios antiguos. Curiosamente sentía emociones cuando se encontraba expuesto a rostros de felicidad o tristeza, enojados o sorprendidos. Incluso podía identificar a las mujeres cuando se encontraban en sus primeras semanas de gestación. Bastaba estrechar sus manos para ofrecerles el saludo y ágilmente aprovechaba para tomarles el pulso. En muchas ocasiones bellas damiselas se quedaban sorprendidas al recibir la noticia de que serían madres.
—Pagaré buen dinero si logras abrir este maldito cofre —le dijo Rosh.
El anciano de barba y cabellos canos, rosó sus manos sobre el pequeño cofre. Pasó sus dedos sobre esas extrañas inscripciones. Con el dedo índice de la mano derecha identificó el pequeño agujero, dejándola caer bruscamente como si algún tipo de energía le había electrocutado.
—Tienes mucha razón. Es un cofre maldito. Por las inscripciones grabadas en el cofre debes retornarlo al lugar donde lo encontraste. De lo contrario desatará mucha desgracia. Incluso podría causar una tragedia a grandes escalas; que podría comprometer a toda una nación.
—Te pagaré el dinero necesario. Quiero saber el contenido. Estoy seguro que debe poseer un tesoro valioso —insistió.
—Ni el tesoro de todo este cofre podría reparar el daño que podría ocasionar. No te dejes llevar por la codicia. Lo mejor que puedes hacer es devolverlo al lugar donde lo profanaste.
Rosh, un poco sorprendido por lo que le acababa de decir el viejo de barba larga, refutó:
—No soy ningún profanador. Esto es una herencia familiar.
Se puso de pie y ofuscado salió del pétreo recinto.
 

 

 

ROTSÚ
A medianoche, cuando la luna se bañó de sangre, Rosh dormía sobre su amplia cama, un susurro recorrió su sentido auditivo. El extraño sonido lo despertó. Se puso de pie y se dirigió hacia la fuente del estremecedor sonido llevándolo hacia el cofre ubicado sobre una mesa de acabados italianos. El orificio y las raras escrituras que impregnaban el cofre empezaron a resplandecer. Aquellos signos indescifrables dieron forma a una frase: “Voco super te dominus Rotsú (Yo te evoco señor Rotsú). Al pronunciarlas, el ambiente se llenó con densas tinieblas, la oscuridad se apoderó del lugar y un espectro oscuro salió por el orificio del pequeño cofre. Una figura de cabeza cadavérica, con el rostro pálido cual muerto viviente. Alrededor del cuerpo llevaba llagas de carne putrefacta, ojos blancos con ausencia del iris, carecía de nariz y labios, solo contaba con orificios nasales. Los dedos de la mano eran reemplazadas por deformes y afiladas garras. Unas campanas de oro reluciente cubría el cuerpo. Tenía las costillas descubiertas con la piel desgarrada a la altura del pecho como si alguien le hubiese extraído el corazón, el abdomen firme y bien marcado. Los pantalones rancios a duras penas cubrían las rodillas, aquel espectro se mantenía suspendido en el aire, gracias a la repugnante serpiente que abatía ligeramente sus alas huesudas y asimismo envolvía la afinada cintura de su amo, sus dos colas envolvían cada una de sus piernas, y sus dos cabezas feroces no dejaban de pelear a la altura de cada hombro.

La negrura abismal de sus ojos le hizo temblar debido a su profunda impiedad e implícita maldad. El cuerpo de Rosh se quedó bloqueado por unos instantes a causa del pavor que le producía la imagen de aquel espectro. Inconsciente empezó a temblar y a retroceder. Le abordó un extraño e intenso dolor en el estómago, al mismo tiempo su corazón empezó acelerarse desenfrenadamente. El sudor frío recayó sobre su rostro. Intensas ganas de llorar y sentimiento de angustia le abordaron. El olor a tierra muerta que emanaba de su repugnante mascota, le recordaba el preciso momento que desenterraba la tumba del bienaventurado Artur Ludwitch.
—¿Qué demonios eres? —preguntó Rosh con voz temblorosa.
—La respuesta está en tu pregunta, miserable criatura. Evocaste mi presencia y veo que quieres saber cómo abrir el cofre.
Rosh contestó asustado:
—Sí, pero… solo leí las palabras del cofre, no me hagas daño por favor. ─exclamó Rosh.
—No todos los demonios solemos ser crueles y despiadados. Algunos sólo adoptamos nuestro cruel comportamiento, cuando tu insignificante raza osa despertar nuestra ira. Si tanto deseas abrir el reluciente cofre, tendrás que regresar a la tumba donde la profanaste —continuó el espectro— allí encontrarás la solución para abrir el baúl que guarda mucho poder.
Las alas huesudas de la despreciable mascota se abatieron y se desvaneció sobre la misma neblina densa y oscura que apareció junto a él retornando por el misterioso orificio por donde había emergido. El fuerte aire ocasionado por sus alas destrozó el interior de la sala y los cristales de las ventanas.
Al día siguiente al despertar, Rosh se quedó pensando sobre lo acontecido durante la noche anterior.
—Qué sueño tan raro tuve hoy día —se dijo Rosh a sí mismo mientras se tomaba un baño. No dudó en dirigirse hacia la sala para contrastar el misterioso suceso y, al observar la ventana destrozada junto a los restos de cristal regados por el suelo, se quedó perplejo e inmóvil. Un escalofrío recorrió desde la cabeza hasta los pies. Lo que pensó haber sido un acontecimiento onírico resultó ser totalmente real. Cuando terminó de limpiar los destrozos, se quedó mirando el pequeño cofre. Pensando en lo que le había dicho aquel endemoniado ser para conseguir la llave del cofre. En ese instante, su pequeño hijo Joshua ingresó tras de él.
—Buenos días, papá. ¿Te pasa algo? —le preguntó.
—No pasa nada, hijo. —Se agachó y levantó en brazos a Joshua dándole un beso en la frente, llevándolo al comedor—. ¿Cómo amaneciste, mi pequeño ángel? —le preguntó Rosh.
—Con mucho miedo, papá. Ayer escuché extraños ruidos en la casa —respondió su pequeño hijo.
—Tranquilo, hijo, no debes temer debió ser los truenos producidos por lluvia torrencial. Recuerda que no existe mayor miedo del que tú puedas aceptar. Además siempre estaré a tu lado para protegerte mi pequeño Joshua.
— ¿Me lo prometes, papá? —preguntó Joshua mientras le mostraba el dedo meñique en forma de un arco.
—Te lo prometo, hijo. Siempre estaré a tu lado —respondió Rosh. Entonces ambos unieron los dedos meñiques en señal de juramento.
Era obvio que Joshua era el mayor tesoro que tenía Rosh. Era un niño de ocho años, apuesto y delgado, de ojos marrones, cejas arqueadas y pelo castaño.
Mientras Rosh preparaba el desayuno, no dejaba de recordar lo que había sucedido la noche anterior.

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