Durante las primeras décadas del siglo XXI Guerrero se ha caracterizado por ser una entidad federativa catalogada como ‘muy violenta’, pues entre 2014 y 2015 ocupó el primer lugar nacional en homicidios con casi 43 homicidios por cada 100 mil habitantes y estar dentro de los primeros 6 lugares a nivel nacional en cuanto al número de secuestros por cada 100 mil habitantes . A raíz de la ‘guerra contra el narcotráfico’, los homicidios denunciados ante el ministerio público en el municipio se incrementaron a partir de 2007, alcanzando una cifra inédita en 2012, tras superar las 100 denuncias. En el rubro de los robos, el promedio de denuncias anuales entre 2000 y 2010 rondaba los 50 casos, pero entre 2011 y 2014 este promedio aumentó a 144.75, es decir, prácticamente se triplicó. Según estimaciones del INEGI, menos de dos delitos por cada diez que ocurrían eran denunciados en 2013, es decir, el subregistro de delitos en México rondaba el 90%; de aquellos delitos denunciados, menos del 10% derivó en averiguaciones previas . En cuanto a los secuestros, la dificultad para determinar las cifras es mayor: sólo uno de cada cien secuestros se denunciaba en 2015, según estimaciones del INEGI , aunque existiera registro de su incidencia en la prensa .
Cuadro 1
Elaboración propia con datos de mortalidad por homicidio del INEGI (2000-2014) e INAFED, “Principales delitos del fuero común registrados en averiguaciones previas, 2000-2014”: www.inafed.gob.mx/work/siha_2015/2/2_2/2_2…/siha_2_2_4_9.xlsx, consultado el 17 de noviembre de 2015.
Ahora bien, el tema con las estadísticas delictivas es que pretenden ser instrumentos de medición de ‘lo real’ (Comaroff y Comaroff, 2006), para ‘diagnosticar’ el desorden o la calidad de la ‘gobernabilidad’, y contribuyen a construir la percepción de un ‘baño de sangre generalizado’ -debido a la permanente cobertura mediática de hechos delictivos. Las cifras circulan en un mar de notas amarillistas que dan cuenta de sucesos particulares descontextualizados, así que esta producción de ‘lo real’ tiende a ocultar las razones de la violencia y producir una percepción de inseguridad y riesgo generalizado, omitiendo que el ‘baño de sangre’ no es para todos: se dirige a ciertos sectores sociales y se ubica en determinadas áreas geográficas. Probablemente ello diera pie a que ciertos temas recurrentes cotidianos en Atoyac giraran en torno a individuos y hechos vinculados con actividades delictivas, a través de los cuales se establecían límites imaginarios entre quienes delinquen y quienes no, moldeando también diversas formas de interactuar según los espacios y contextos en que ocurriesen tales intercambios, como un efecto de la violencia crónica expresada a través de las figuraciones de lo social (Feldman, 1995).
Asimismo, las actividades delictivas y las formas de violencia que emplean también afectan las maneras de construir a los ‘nosotros’ (Broch-Due, 2005). ¿Cómo se define a quienes cometen delitos en tales circunstancias? A los delincuentes en abstracto se les consideraba ‘gente floja’, ‘sin valor de vida, dispuestos a todo’. Perder tal cualidad transformaba a esos otros en seres incapaces de la empatía: al carecer de temor a la muerte, se habían deshumanizado; tal construcción bordeaba una muy delgada línea entre el asombro producido por la idea de la ausencia de temor a la muerte, y la demonización de los criminales como seres subhumanos que deberían ser exterminados, por ser ellos mismos fuente de exterminio (Taussig, 2003). Ello puede leerse como una evidencia de la percepción de extrema fragilidad de la vida de todos aquellos que estuvieran expuestos a quienes ‘andan mal’. Incluso se pensaba que algunos delincuentes podían ser considerados como seres esencialmente inhumanos, cuya propensión al delito era ‘hereditaria’: había quienes sostenían la existencia de familias enteras dedicadas al ‘ilícito’, denominadas como ‘alacranes’, inmundos, ponzoñosos y rastreros, que constituyen figuras ampliamente despreciadas en el imaginario judeocristiano. Pero esa esencialidad tendía a ser más imputada a medida que los delincuentes pertenecían a sectores socioeconómicos desfavorecidos.
Ahora bien, identificar a ‘mañosos’ o ‘alacranes’ pasaba por la sospechar cómo eran capaces de mantener un nivel de vida que difícilmente la mayoría de la población podría costear: llevar una ‘buena vida’ en medio de altos niveles de pobreza constituía un índice de dedicarse al narco, al robo o al secuestro. Estas delimitaciones también implicaban una suerte de condena contra el arribismo y el ascenso social de los ‘nuevos ricos’. Sin embargo, es claro que a las condiciones materiales deben añadirse otras consideraciones más ‘morales’: diversas problemáticas sociales están asociadas con transformaciones macroeconómicas que modifican vertiginosamente las relaciones sociales, y evidencian el choque de racionalidades distintas, algunas más campesinas, otras más urbanas: por ejemplo, en un poblado llamado El Quemado algunos habitantes mayores de 60 años consideraban que la mayor propensión a ‘andar mal’ se producía por la falta de respeto a los mayores. Es decir, la asociación entre juventud y criminalidad también pasaba por atribuir una actitud poco deferente hacia las personas mayores a la búsqueda de dinero, lo cual podría leerse como la confrontación de una lógica de actos “desinteresados” (Bourdieu, 1991) fundados en el prestigio comunitario, con otra de tipo mercantilista, interpretada como una motivada por la codicia, que se asume como la raíz de los actos de insolencia y drogadicción dañinos para la comunidad asociados a los jóvenes. Este aparente sinsentido era un indicio de los efectos de múltiples desestructuraciones y reestructuraciones sociales producidas por la apertura de nuevos mercados –como el de las drogas- así como el avance de jugosos negocios trasnacionales extractivos, con las consecuentes formas de violencia empleadas para introducirlos (Bourbaki, 2011; Sánchez, 2006).
Los que andaban ‘mal’ también solían estar asociados con el consumo de alcohol; se asumía que sus familias estaban desintegradas, como se describía a jóvenes de entre 14 y 16 años que perpetraron un asesinato en la zona de tolerancia en noviembre de 2007 . Además, también se les ubicaba como residentes de colonias recientemente creadas y con pocos servicios públicos, como la 18 de Mayo, El Tanque, La Florida, Zacualpan, Acapulquito y Alcholoa, todas ellas ubicadas en la cabecera municipal. Ello da cuenta de una estigmatización de la ‘pobreza’: son los jóvenes de esas colonias ‘marginadas’ quienes carecen de acceso a espacios y actividades que potencien sus capacidades y les abran otros horizontes para su desarrollo personal. Se despliega entonces una serie de discursos que implícitamente criminalizan la pobreza (Wacquant, 2006); por ejemplo, en la Colonia 18 de mayo abundan las casas que no poseen drenaje, otras no tienen piso de cemento, y el agua entubada tampoco está accesible para todos –además de que la disponible no es potable, por estar fuertemente contaminada. A su vez, tales condiciones de miseria y marginación son una expresión de la violencia estructural.
2. La espacialidad mediada por los homicidios: lo público y lo doméstico
La constante incidencia de homicidios establece toda una serie de códigos de comportamiento en el espacio público: desde lo que se puede decir hasta lo que se debe aparentar. El tipo de muerte define las actitudes y formas de intercambio en situaciones convencionales como los velorios que, como en muchos otros poblados de México, en Atoyac se llevan a cabo en la calle. Pongamos por ejemplo uno que ocurrió debido a una muerte natural por oposición a uno producido por un homicidio, tal como constaté durante mi estancia en 2014. En el primer caso como el difunto era un hombre mayor, la disposición de los asistentes era relajada y cualquier tema de conversación circulaba. Por el contrario, el velorio de un policía ministerial asesinado por soldados , a pesar de ser más concurrido, se notaba tenso y con escasa conversación entre los asistentes.
En situaciones más cotidianas, había temas que era impertinente abordar en la calle o entre extraños; hasta hace algunos años la ‘guerra sucia’ era un tema tabú, aunque luego del proceso de judicialización de la búsqueda de verdad y justicia se ha transformado un poco esta dinámica (Argüello, 2016). No obstante, otras fuentes emergentes de homicidios, como actividades atribuidas al crimen organizado, producen nuevas limitantes sobre lo que se puede enunciar y lo que no. Hablar de homicidios en espacios públicos con desconocidos revelaba restricciones asociadas con la edad de los involucrados; por ejemplo, conversar sobre un homicidio en el transporte público puede provocar clara incomodidad entre los pasajeros, tal como ocurrió en uno de mis constantes traslados dentro de la cabecera municipal, cuando una señora de aproximadamente 80 años relató que su hija y nietas se fueron a la Ciudad de México cuando su yerno fue asesinado, mientras otros pasajeros más jóvenes nos miraban atónitos y extrañados.
En este sentido, no se puede charlar con cualquiera de cualquier cosa en cualquier contexto. Para una de mis informantes, que trabajaba y vivía en una casa acondicionada como merendero, las paredes oían: siempre que hablábamos de temas delicados –como asesinatos o secuestros-, se asomaba a la calle para mirar quién estaba afuera. Su explicación era que esto lo aprendió luego que asesinaron a un tío suyo por la espalda, por ‘descuidarse’. En múltiples ocasiones diversos pobladores desplegaban un amplio repertorio de gestos corporales como voltear a los lados, bajar la voz y enunciar frases muy cuidadas, tanto en el merendero como en espacios menos públicos, como el hogar de un activista o el automóvil de un empleado gubernamental. La coincidencia en torno a estas actitudes corporales era que emergían temas relativos a la producción y tráfico de goma de opio en poblados de la Sierra.
Por otro lado, además de lo que se verbaliza, otras formas de comunicar también son importantes cuando se está en público: es preciso cuidar con quién se es visto al estar en la calle, lo cual entraña que el espacio público es muy limitante, pues no cabe la espontaneidad y se debe ser muy cauteloso. Otro poblador, que en 2014 rondaba los 32 años de edad, comentó: “yo ando solo en la calle para que no me vean con gente, ¿qué tal que tienen problemas y me pasan a traer?”. Así, en la cabecera municipal era evidente que los espacios domésticos tendían a percibirse como más ‘seguros’ y los espacios públicos como más ‘inseguros’: cuando el merendero cerraba, se transformaba en un espacio doméstico y la convivencia en su interior era más espontánea, aunque cuando ello ocurría ya era posible escuchar balaceras en la calle, hacia las 11 p.m. En agosto de 2017 me comuniqué con una de las habitantes del merendero, y comentó que estaban cerrando a las 9 de la noche, porque a esa hora dejaba de haber gente en la calle, debido al aumento del hallazgo de cadáveres en el municipio. Esta dinámica de refugio en los espacios domésticos parece ser otra de las consecuencias de la violencia crónica que se vive desde hace décadas en el municipio. Nordstrom (1995) señalaba que en Mozambique la máxima de los tres monos sabios que prescribía “No ver, no oír y no hablar” era parte de la disposición cotidiana de los pobladores; en Atoyac, a tal máxima debe añadirse el “no parecer”, y ello es muy complejo, por toda la serie de intercambios que se realizan en el día a día.
A raíz de la desaparición de los 43 estudiantes normalistas ocurrida el 26 y 27 de septiembre de 2014 en Iguala, la plaza pública –el zócalo- como ágora (Habermas, 1986; Rabotnikof, 2006) claramente se tornó en una fuente de temor: se rumoró que habría ataques contra los manifestantes que exigían la presentación con vida de los 43 normalistas desaparecidos, en clara referencia a la Masacre del 18 de mayo de 1967, acontecimiento que precipitó la emergencia de la guerrilla en Atoyac y ocurrió en esa misma plaza (Argüello, 2016; Bellingeri, 2006). El temor era también patente entre comunicadores: el cronista municipal conducía un noticiario local de un canal de paga, y era usual que le solicitaran denunciar al aire ilícitos que involucraban a presuntos delincuentes y agentes institucionales, ante lo cual él respondía que sólo lo haría si publicaba el nombre de los denunciantes. Me explicó que, de no hacerlo así, él se metería en ‘problemas’, pues “por cada persona que señales, hay dos más apuntándote”, signo del riesgo en que los periodistas se hallan en México, considerado uno de los países más peligrosos para ejercer tal profesión .
En 2010 la población en todo el municipio superaba los 61 mil habitantes, de los cuales poco más de 21 mil se concentraban en la cabecera municipal. En entornos más pequeños la existencia de espacios ‘seguros’ era menos evidente; específicamente en El Quemado, cuya población rondaba los 1000 habitantes, y en 1972 fue asediado por el ejército en su labor contrainsurgente (COMVERDAD, 2014), hice trabajo de campo y colaboré como docente en la Preparatoria Popular de El Quemado. En una ocasión un padre de familia me pidió informar sobre la desaparición de los 43 estudiantes normalistas durante un acto cívico, aduciendo que mi calidad de fuereña me permitía enunciar más temas políticos sin el temor que los lugareños tenían. Luego salió a la luz que en ese poblado –cuyos habitantes habían descrito como tranquilo y armónico-, una pareja desapareció tras ser sustraída de su vivienda una noche de septiembre de 2013. Tras varias visitas y días de estancia continua en el poblado la información comenzó a fluir, siempre de manera forma fragmentaria y a cuentagotas. Esto es sintomático de los códigos de silencio y precaución en torno a lo que se enuncia, como producto de las diversas fuentes de violencia homicida, que mi proceso de indagación del hecho ilustra bien.
Al hacer un cruce de diversas fuentes, resultó que todas las versiones recabadas coincidían en que la señora desaparecida era muy religiosa, realizó una denuncia pública sobre el robo de su cosecha de café a través del micrófono que en el poblado se usaba para dar anuncios, y espetó fuertes condenas morales contra los ladrones. La noche del suceso a su esposo se lo llevaron también; una hija y dos nietos quedaron ocultos en la vivienda y por ello dieron parte a la autoridad de la desaparición. Otros detallaron que esa pareja tenía un hijo militar, y que eso estimuló que elementos de la Marina llegaran a catear casas con motivo de esa desaparición. Ahora bien, más allá de los ‘hechos’, resalta que los motivos coincidieran en que denunciar, como un acto público, trae consecuencias fatales; pareciera entonces que la denuncia se concibe como una afrenta al estado de impunidad que el silencio promueve, porque el contexto de denuncia está configurado por la ineficacia de las instituciones de justicia, teóricamente obligadas a combatir la impunidad. El riesgo percibido era patente en las mismas actitudes que tomaban los pobladores cuando narraban detalles: una pareja que inicialmente omitió el suceso afirmó que ‘ellos no oyeron nada’ y se enteraron por los comentarios de ‘la gente’, a pesar de vivir relativamente cerca de donde ocurrieron los sucesos. Aunque el marido parecía más dispuesto a abundar en detalles, tras ciertos gestos de su esposa se limitó a decir “ahora no se sabe nada, nadie sabe por qué pasan las cosas y nadie le busca más”; su esposa cerró el tópico apuntando “ya sabe, en boca cerrada…”, mientras colocaba su dedo índice frente a su boca, en señal de callarse. Otro poblador más joven sí se atrevió a dar su punto de vista: él sospechaba que la señora acudió a hacer la denuncia con la policía y los mismos policías avisaron a los implicados. Esto último implica no sólo la complicidad entre criminales y sus presuntos persecutores, sino la percepción de un estado de indefensión.
De cualquier forma, fue muy común que diversos pobladores se disculparan por no abordar el tema, explicando que algunos de sus vecinos eran de ‘ese grupo’, por lo cual temían que los escucharan platicar: de esta forma, si consideramos lo público como el espacio social construido mediante el intercambio y circulación de discursos entre extraños (Warner, 2002), las prácticas discursivas en torno a diversas formas de violencia homicida revelan que esta última es un factor importante en la imposibilidad de su formación, pues ese tipo de discursos sólo circulan libremente entre conocidos. En El Quemado esto sólo puede ocurrir entre íntimos, porque prácticamente todos se conocían, y parecía que las lógicas de silencio que sancionan las ‘delaciones’ predominaban, debido al papel jugado por las falsas delaciones en la detención de todos los habitantes varones mayores de 15 años ocurrida en marzo de 1972 durante la Operación Plan Telaraña (COMVERDAD 2014). Ello explica que ni siquiera en los espacios ‘domésticos’ circulasen libremente estos discursos, porque en realidad la distinción entre el afuera y el adentro no era muy clara, dado que no eran extraños, y las ‘delaciones’ podían ser fatales. De esta forma, atribuir que una persona desaparezca por realizar una denuncia da cuenta que las múltiples violencias yuxtapuestas producen una situación de violencia crónica (con la consecuente desconfianza generalizada y temor hacia los otros), producida también por la acción de micro soberanías de facto que producen una permanente incertidumbre en torno a la preservación de la vida (Hansen y Stepputat, 2006).
3. Los homicidios y la impunidad: entre la magia y la justicia privada
Esto nos lleva a la cuestión de la impunidad como signo de estar por encima de la ley –no fuera de ella-, que es la prerrogativa del soberano a la hora de ejercer su decisión sobre la vida y la muerte (Agamben, 1998). Es preciso advertir que, durante el trabajo en campo, las múltiples entrevistas y conversaciones evidenciaron que el recurso del homicidio como medio para ‘saldar cuentas’ era bastante aceptado, o al menos normalizado, como un motivo para ser asesinado (Argüello, 2016). Esto es algo bastante común en dinámicas sociopolíticas donde la presencia del estado se halla en constante cuestionamiento por parte de intereses privados a niveles meso y microsociales; Gambetta (2007) ha estudiado al respecto las lógicas de las vendettas en Sicilia y la dificultad de cortar las espirales de violencia que se abren mediante los homicidios. No obstante, resulta sumamente interesante explorar leyendas y creencias vinculadas con formas indirectas de consumar homicidios, pues permite comprender lógicas locales de la justicia privada. Había quienes creían que si algún familiar había sido asesinado y no se tenía los medios para vengarlo, en su funeral debía colocarse una moneda de 5 centavos de cobre (un ‘cinco’) bajo su lengua, para garantizar que el asesino fuera asesinado. Incluso circulaban historias sobre velorios recientes a los que habían acudido grupos armados exclusivamente para retirar el ‘cinco’ del cadáver –se entiende que eran del grupo contrario y buscaban evitar el asesinato del perpetrador. Una señora mayor me confirmó haber practicado este ritual el día que asesinaron a su esposo, en la década de 1960, y sostuvo que el homicida falleció 8 días después de la muerte de su esposo.
Es decir, pareciera que bajo la lógica de la justicia privada se configuran y se ponen en circulación diversas leyendas y prácticas concebidas para combatir la impunidad de los homicidios. Contaron en El Quemado que, si uno perdía un familiar de forma violenta, era preciso enterrarlo con un espejo reflejando su cara, y un pajarillo vivo. Así el homicida estaría acosado por los chiflidos del pájaro y terminaría muriéndose al no poder ingerir agua, pues el espejo colocado frente al rostro del difunto tenía la función de reflejar al homicida el rostro de su víctima cada vez que deseara tomar agua. En este caso, como en el del ‘cinco’ bajo la lengua, se buscaba que el homicida no quedase impune, invocando una justicia sobrenatural y remitiendo a una estrecha relación entre el difunto y su asesino, donde el pajarillo y el espejo podrían ser interpretados como los medios del primero para ‘hacerse justicia’ y vengar su propia muerte, al liquidar a su asesino. En otra ocasión contaron sobre la ocurrencia de “bodas negras”, un tipo de ritual en que la profanación de cadáveres estaba implicada y consistía en vestir a uno de ellos con la ropa de la persona a la que se deseaba asesinar y realizar una ceremonia de casamiento entre los dos cadáveres. Una variante del empleo de rituales religiosos con estos mismos fines era celebrar misas luctuosas en honor de personas vivas, también con el objeto de cometer un homicidio. En este sentido, cabe cuestionar si estas creencias son sintomáticas de la predominancia percibida de la ley del más fuerte (Derrida, 1992), donde los débiles sólo pueden recurrir a fuerzas sobrenaturales para buscar justicia, misma que se concibe como justicia privada.
Existe entonces un ir y venir entre la impunidad formal y el castigo privado pues, aunque constantemente no se apliquen los códigos legales regidos por la norma moral del ‘no matarás’ y los homicidios, robos o secuestros raramente impliquen la ejecución de las penas dispuestas en los códigos, la justicia por propia mano entraña la aplicación de castigos fuera del marco jurídico y una especie de combate microsocial a la impunidad. No obstante, ello propicia una suerte de círculo vicioso en el que la vida se percibe como algo tremendamente frágil. En alguna ocasión otra informante me comentó su decisión de ser más mesurada en su trato con la gente, para evitar el riesgo de ser víctima de algún delito:
Lo mejor es saludar y no intimar con las personas. Y mira que yo era de las que me hacían algo y no me quedaba callada; me gusta ser directa, pero ahorita no están los tiempos para eso. Hay que evitar problemas.
Y es que los ‘problemas’ pueden conllevar una muerte violenta, y quien en ellos se mete puede acabar como un cuerpo abandonado, a veces anónimo, arrojado como basura en parajes deshabitados. En Atoyac, las víctimas de muerte violenta tenían ciertos puntos de depósito: la prensa daba pistas sobre los entornos en que eran comúnmente hallados los cadáveres, que podían ser parajes poco transitados en la Sierra, o ubicarse en poblados fronterizos con otros municipios, en clara correspondencia con el carácter ambiguo característico de este tipo de territorios (Contreras y Palacios, 2013). Así fue como el poblado de la Zuzuca, colindante con el municipio de Tecpan de Galeana, se constituyó en un tiradero de cadáveres maniatados y con el ‘tiro de gracia’, signos de haber sido presas del crimen organizado. Era por todos sabido que los cuerpos ahí encontrados no harían que el Ministerio Público realizara verdaderas indagaciones, por ser imputados al ‘narco’; es decir, porque las víctimas ‘se lo buscaron’ y tal estigmatización implicaba que no merecían la justicia dispuesta en los códigos legales. Y es así como la dicotomía entre la inocencia y la culpabilidad como absolutos refuerza los procesos de demonización de quienes son tachados de criminales, justificando la inacción de los agentes institucionales.
En este entorno, se decía que los atoyaquenses eran adeptos a las noticias amarillistas, por lo cual propuestas periodísticas con contenidos más reflexivos, como el diario El Sur, eran poco atractivas “porque no trae muertos”. Y es que las notas e imágenes de cuerpos mutilados y mancillados que aparecían en la nota roja –eufemísticamente llamada ‘policiaca’- se esparcían en forma de rumores (Das 2007), constituyéndose en verdaderos mensajes macabros. Además, la necesidad de información también jugaba un papel importante en estas preferencias: desde que aumentaron los homicidios en 2007, muchos pobladores que tenían familiares desaparecidos, emigrados a otros municipios, o claramente involucrados en actividades ilícitas, comenzaron a recurrir a la nota roja con la esperanza de tener alguna pista sobre su paradero. Esto no es descabellado, pues hasta abril de 2017 Guerrero encabezaba la lista de entidades federativas con 195 fosas clandestinas halladas .
4. Los secuestros nuestros de cada día
Un fenómeno delictivo sobresalía en los temores cotidianos de muchos habitantes de la cabecera municipal: el secuestro. Escuché afirmar a alguien: “Atoyac es un maldito pueblo de secuestradores”, a colación del secuestro de Gustavo Carrillo, miembro del Partido de la Revolución Democrática (PRD) . Tal suceso fue muy sonado, dando pie a múltiples comentarios en la calle y el merendero, espacios en los que se barajaban diversas especulaciones sobre los posibles implicados; sin embargo, no había un perfil específico, sino que cualquiera podía caber en la especulación, desde profesionistas hasta empleados. A veces había gente que se consideraba ‘sospechosa’ por haber sido particularmente amable con el secuestrado semanas antes del suceso. Nadie en particular, pero potencialmente cualquiera; y así es como se navegaba cotidianamente en un mar de incertidumbre.
Pero si uno cuestionaba sobre cuándo comenzó a haber secuestros en Atoyac, ahí emergían las odios de clase y antagonismos políticos que dieron pie a la guerrilla y la contrainsurgencia: mientras algunos sostenían que ninguna fortuna en Atoyac estaba exenta de tener vinculación con algún secuestro, ciertos personajes ligados a estructuras del PRI o al sector empresarial más pudiente del municipio ubicaban el inicio de este fenómeno delictivo en los tiempos de la guerrilla (década de 1970), afirmando que ‘los secuestros comenzaron con Lucio Cabañas’. Dichos personajes caracterizaban al extinto líder guerrillero como alguien funesto y enteramente responsable del daño que el ejército causó a la población. Por su parte, quienes simpatizaban con movimientos campesinos resaltaban el carácter político de los secuestros realizados por los grupos guerrilleros, denominándolos ‘expropiaciones’, con lo que hacían referencia a que el origen de las fortunas de los secuestrados estaba ligado a la corrupción y la violencia política. A diferencia del mero bandolerismo social (Hobsbawm, 1985) pre-político, el objeto del secuestro perpetrado por grupos armados insurgentes era reunir fondos para financiar sus actividades proselitistas y bélicas (Bellingeri 2006; Castellanos 2007). Dos décadas después otra etapa de los secuestros con reivindicaciones vinculados con movimientos armados emergió en la segunda mitad de la década de 1990, a raíz de la aparición del Ejército Popular Revolucionario (EPR), y corrió paralelamente junto con otras motivaciones del secuestro. Habitantes de El Quemado recordaban que antes de 2010 “había encapuchados, pero andaban en el puro monte y no molestaban campesinos”. Así, el guerrillero-secuestrador se figuraba como quien respetaba a los ‘pobres’, tenía motivaciones políticas y vivía en la clandestinidad.
No obstante, otro tipo de secuestradores surgieron en el municipio: los ‘profesionales’, como eran los miembros de una banda de secuestradores que operaba desde hacía más de dos décadas en Guerrero, Veracruz, Morelos y Oaxaca, cuyo interés era puramente económico. Al parecer dicha banda estaba altamente organizada, era “gente integrada, conectada de diversas formas con sus víctimas”. Y gracias a estas vinculaciones articuladas en diversos niveles jerárquicos, podían analizar meticulosamente las rutinas de sus víctimas; los rescates exigidos eran cuantiosos, y hasta 2014 no había sido atrapado alguno de sus miembros, de lo cual se deriva la complicidad de diversos funcionarios y agencias de procuración de justicia. Además, los secuestradores profesionales podían ser también dueños de negocios o empresas, por lo que algunos se preguntaban en qué medida tales fuentes de ingreso no habrían sido indirectamente financiadas por sus propias víctimas. Este fenómeno ha supuesto que casi todas las familias que poseen propiedades en el primer cuadro de la ciudad y en la colonia Centro hayan sufrido el secuestro de uno o varios de sus miembros. En este sentido, al charlar con otra informante sobre la captura de ocho integrantes oriundos de Atoyac de esa banda en marzo de 2014 , ella comentó:
[…] eran personas con las que te llevabas, o las saludabas. Una era clienta; otra de ellas vivía con un primo lejano de mi papá. Cuando ocurrió eso [la detención], nos sorprendimos. Quiero pensar que la señora entró en eso porque su esposo le daba buena vida, económicamente estaba bien, pero cuando mataron a su esposo ella se quedó mal acostumbrada.
Como se dijo arriba, es notorio que las motivaciones atribuidas a la participación en este tipo de actividades tendieran a ser más negativas o más esencialistas mientras mayor era la distancia social: ya vimos que ciertos ‘mañosos’ se consideraban esencialmente criminales y sub humanos, pero en este caso parecía justificable participar de estas actividades por querer mantener un ‘buen’ estilo de vida. Un punto de mediana coincidencia entre los secuestros de la guerrilla y de los ‘profesionales’ es la selección de las víctimas: ya fuesen conocidos políticos-empresarios o miembros de familias acaudaladas del municipio, por lo que los montos exigidos a modo de rescate implicaban cifras de millones de pesos. Ello ha producido la emigración de muchas de las viejas familias acaudaladas como en el caso de la familia Flores Galeana, que en 2009 padeció el secuestro de dos jóvenes por quienes se exigían 5 millones de pesos como rescate . En ese contexto, nadie se salva: incluso los ‘nuevos ricos’ –cuyas fortunas presuntamente eran de dudosa procedencia- se convirtieron también en blanco de los secuestros.
Un tercer ángulo del fenómeno del secuestro se hizo más común a partir de la primera década del siglo XXI: los ‘secuestritos’ realizados por ‘poquiteros’, que abrieron una etapa de creciente incertidumbre e indeterminación, dado que los criterios socioeconómicos operantes en los otros tipos de secuestro dejaron de ser válidos, y parecen ser el síntoma de una extrema precarización de las condiciones materiales de existencia. Tener una fuente fija de ingresos comenzó a ser el criterio principal para convertirse en una víctima de secuestro, ya sea por la vía de un salario, o por recibir remesas desde Estados Unidos, lo cual ha coincidido con la caída de los precios internacionales del café y de la goma de opio. A partir de 2010 fueron más frecuentes las notas periodísticas relativas a secuestros de empleados de gobierno: profesores o funcionarios públicos . Así, cobra sentido esa frase sobre Atoyac como ‘pueblo de secuestradores’, lo cual se justifica en la medida en que la emergencia de los ‘poquiteros’ ha conllevado el aumento considerable de los secuestros, convirtiéndolos en otra fuente de temor entre los pobladores de todos los estratos socioeconómicos. Los ‘poquiteros’ parecen poseer una infraestructura deficiente –carecen de casas de seguridad, o muchos recursos para mantener cautivas a sus víctimas por un periodo amplio-, por lo cual caer en sus manos implica el riesgo de morir por la falta de pago del rescate, o por ser capaces de reconocer a los victimarios.
Otra característica de los secuestros realizados por ‘poquiteros’ es que los montos exigidos como rescate pueden llegar a ascender a un millón de pesos, pero suelen ser menores. Y es que las víctimas son elegidas por lo que potencialmente pueden reunir sus familiares, lo cual no siempre es cuantioso. Así ocurrió con un informante cuya hija fue secuestrada el 13 de agosto de 2012: de acuerdo con la información periodística, los captores exigían 350 mil pesos de rescate. La trayectoria política de mi informante como gestor social podría haber hecho suponer a los captores de su hija que él reuniría lo exigido; no bastó la solidaridad de sus conocidos, traducida en préstamos y ‘boteos’ para solicitar apoyo de los vecinos de Atoyac, pues a principios de septiembre ella fue hallada sin vida .
En su narración, mi informante dejó entrever que el secuestrador ‘poquitero’ puede ser un vecino, el conocido de un pariente, o incluso un pariente, y podría ser reconocido por su víctima, lo cual suele ser la principal razón para que haya un trágico desenlace, como en el caso de un secuestrador que fue detenido en 2002, habiendo asesinado a su primo tras secuestrarlo en 1998 . La posibilidad de ser encarcelados es un poco mayor para los ‘poquiteros’, pues a lo sumo podrían ser protegidos por miembros de la policía municipal (en mucho, por sus vínculos interpersonales), pero su capacidad corruptora puede no alcanzar a comprar la protección de autoridades de mayor rango. Ahora bien, la precariedad socioeconómica puede ser el factor determinante para ser encarcelados, como ocurrió con los presuntos secuestradores del periodista Leodegario Aguilera, quienes fueron detenidos en septiembre de 2004 y afirmaban haber sido torturados para confesar su responsabilidad; en otros casos ocurría lo inverso: en un caso testigos y víctimas de Atoyac afirmaron que las autoridades ministeriales dejaron libres a quienes ellos señalaban como secuestradores, sin mayor investigación . De esta forma, el carácter tan irregular de la actuación de los agentes estatales juega un papel crucial en la espiral de impunidad e incertidumbre, con el consecuente temor generalizado a ser víctima de un secuestro.
Una característica especial de los ‘poquiteros’, es la tendencia a aceptar cantidades menores a las exigidas inicialmente. Ser secuestrado por poquiteros no necesariamente implica el asesinato de las víctimas, siempre que se cumplan tres condiciones: 1) que la familia no dé parte a las autoridades; 2) que reúna al menos una parte del rescate exigido, y 3) que el secuestrado no los reconozca, como fue el caso de un joven de 19 años que fue liberado cuando su familia reunió 150 mil pesos de los 400 mil exigidos por los captores . Esta dinámica parece indicar que los poquiteros eran personas que vivían al día y sufrían carestías económicas similares a las de amplios sectores de la población, que solía recurrir a casas de empeños y otras formas de endeudamiento ante la constante escasez de moneda circulante. Quizá por ello, según el cronista municipal, la mayoría de estos secuestros ocurrían en fechas próximas a eventos que requerían gastar fuertes cantidades de dinero para las familias: el inicio de los ciclos escolares –por la inevitable compra de útiles y uniformes escolares-, o las fiestas decembrinas –con sus consecuentes compras navideñas y de día de “Reyes”.
En los cuatro meses de estancia continua en Atoyac (agosto-diciembre de 2014) ocurrieron tres secuestros, aunque sólo el de Carrillo duró más de un mes. Las recomendaciones hechas para prevenir un secuestro eran reveladoras del riesgo percibido: descartar horarios, rutas, evitar vestir indumentarias y artículos personales ‘de lujo’, desconfiar de los ‘extraños’; en suma, asumir la paranoia como la mejor estrategia de intercambio cotidiano; vivir en la desconfianza generalizada, la alerta y analizar a los otros desde el temor al secuestro. Nadie se salvaba de ser señalado como secuestrador, como ilustraba otro caso en torno a una pareja que sufrió el secuestro de una hija pequeña:
El papá de la niña que secuestraron le comentó a un familiar mío (cuando secuestraron a mi primo en junio) que él desconfiaba de todos, hasta de su esposa, y resulta que uno de los trabajadores de él fue quien puso a la niña para que la secuestraran.
Ahí se desplegaba en su amplitud más extrema el abrumador efecto de la indeterminación: podría ser cualquiera y ninguno, el vecino, el transeúnte, el cliente de la tienda, el taxista, el chofer del transporte público, el empleado del supermercado, el colega de trabajo, un pariente, una madre de familia… Cualquiera, todos o ninguno; y probablemente ello contribuyera a generar otras estrategias de presentación del sí en los espacios públicos. Era muy usual escuchar charlas en el transporte público en torno a los endeudamientos y los problemas de salud derivados de la diabetes. Sin menoscabo de la problemática de diabetes que se vive en la entidad , es preciso mencionar que en Atoyac poca gente ostentaba objetos de valor, debido al temor a los secuestros, por lo cual resulta pertinente cuestionar en qué medida hacer tanto hincapié en la enfermedad o la insolvencia económica era otra estrategia para presentarse como alguien a quien no tenía caso secuestrar.
Reflexiones finales
Analizar la intersección o franca yuxtaposición de diversas formas de violencia y los efectos que se producen en las sociedades que la padecen, resulta clave para comprender cómo se entretejen las dinámicas de violencia crónica y cómo éstas afectan los sistemas de percepción y representación del mundo, de los propios y los ajenos, de la justicia, etc. Si bien Atoyac de Álvarez no es un punto central en la denominada ‘guerra contra el narcotráfico’, no por ello se escapa de sus efectos: entre el año 2000 y 2006 el promedio anual de homicidios en Atoyac denunciados ante el Ministerio Público era de 19.28, entre 2007 y 2017, a 10 años de iniciada dicha ‘guerra’ el promedio aumentó a 54.7 homicidios anuales (ver Cuadro 2). Así que los efectos de la “guerra contra el narcotráfico” son visibles.